Conviene reflexionar a menudo sobre cómo hablamos, qué decimos y cómo lo decimos. El lenguaje nos sirve tanto para  comunicarnos, como para hacer más difícil nuestra convivencia. Unas veces con plena intención torticera, otras porque dejamos que nuestra boca se abra sin haber pensado lo que íbamos a decir. Y no faltan las ocasiones en que usamos las palabras con un sentido que no es el suyo propio o que tienen más significados del que nosotros preveíamos al usarlas y hacen que nuestros interlocutores no nos entiendan. Por eso, conviene para comprender lo que nos dicen, atender el contexto en que se pronuncian sin fijarnos sólo en una palabra o frase y además cómo lo dicen, los aspectos no-verbales de la conversación.

Unas de las ventajas de la vida lenta, a la que nos fuerza, tanto la edad como la cojera en mi caso, es que nos da tiempo para oír las conversaciones de nuestro entorno y rumiar lo que hemos escuchado.

Iba yo el pasado día del Pilar por una calle cercana a la mía. Por la acera de enfrente, un joven a voces, medio decía o canturreaba algo referente a la primavera. Bruscamente, cambió de acera sorteando el tráfico rodado que circulaba por la calzada. Se acercó a una mujer y le dijo: le voy a decir una cosa. La mujer rápida contestó: no me diga nada. El joven se le acercó y le soltó, gritando: Pues ahora te voy a decir: ¡mecagüen la maldita raza española! La mujer no contestó y se alejó apresuradamente. Los espectadores de la escena, seguramente pensarían como yo, que el joven no estaba en sus cabales. Yo proseguí mi camino, pensando lo que acababa de oír. Y me asaltó la pregunta: ¿acaso existe una raza española? La expresión, originada en la retórica decimonónica es anticientífica. Los humanos formamos una sola raza, la de nuestra especie. Dentro de ella hay culturas y subculturas, siempre entremezcladas y cada vez más mestizas, sobre todo en este siglo XXI.

Como los españoles, sobre todo los riojanos, tenemos la costumbre de hablar a gritos, se pueden oír sin quererlo cantidad de conversaciones. Luego, a través de mis viajes, me di cuenta que tenemos esa característica en común con los pueblos mediterráneos. Y, por lo que he apercibido,  en este Logroño incluso que hoy es multicultural, también los chinos residentes emplean un tono de voz extremadamente alto.

Así que otro día iba andando y delante de mí dos jovencitas charlaban, sin  que parecía importarles que las oyesen. Una se quejaba de su mala suerte en sus búsquedas de trabajo, en sus fracasados ligues y en los estropicios abundantes en su domicilio. Y cada vez que narraba cada una de sus cuitas, las completaba con un rotundo ¡cagüen en dios! Así que rumié la extendida e inconsciente costumbre de la blasfemia entre mis paisanos. Mezcla tanto de irreligiosidad como de incultura.

Decía Cela que las zonas de España donde más se usan los tacos en las conversaciones son las de Cartagena y La Rioja. Emplearlos a troche y moche, sin que vengan a cuento, es una costumbre extendida. En mi lejana juventud, los usábamos para presumir de hombría, pero sólo con otros amigos, teniendo mucho cuidado de no utilizarlos en casa o cuando hablábamos con chicas. Hoy con eso de la falsa igualdad de sexos, los oímos tanto de labios de varones como de féminas. Cuando uno va madurando, destierra, de su vocabulario esas expresiones malsonantes; aunque que es de reconocer que hay ocasiones en que sirven de desahogo, tanto como un buen puñetazo encima de la mesa.

Otra forma de expresión muy extendida y a menudo criticada -no siempre con razón- son los eufemismos. Palabras o circunloquios para evitar el uso de palabras aunque sean castizas que o no parecen discretamente pudibundas o que pueden resultar ofensivas. En el ambiente racista de USA el calificativo de negro se ha sustituido por el políticamente correcto de afroamericano. Entre nosotros, el apelativo de moro que en rigor sólo es aplicable a los mauritanos, tiende a sustituirse por el de magrebí. Calificar de sudacas, sin tradición detrás que yo sepa, es empleado para vejar a los latinoamericanos. También hay eufemismos  para hablar, por ejemplo, de las prostitutas; hay quienes prefieren llamarlas trabajadoras sexuales, cuando en realidad, la mayoría son esclavas, víctimas de esa explotación vergonzante que es la trata de blancas. Y el capitalismo emplea sin rebozo el término de mercado laboral; expresión que cínicamente revela la venta de la fuerza del trabajo de seres humanos, a menudo en condiciones inhumanas en su desarrollo insalubre, de precariedad y exiguas remuneraciones que impiden salir de la pobreza.

Ilustre académicos, como el prolífico Pérez Reverte no pierden ocasión de pontificar sobre la pureza de la lengua, según los cánones que marca la Real Academia. Me da a veces la impresión que olvidan que es el pueblo quien la creó y la va modificando continuamente, con su uso bueno o malo. A esos cambios ayudan, muchas veces pervirtiéndola los mismos medios de comunicación. La publicidad ayuda a esas distorsiones ante un público que ha perdido, si lo tuvo alguna vez, el hábito de la lectura.

Las exageraciones de ciertas formas de expresión de raíz feminista, reiterando múltiples veces la distinción masculino/femenino, les lleva a esos puristas de la lengua a ponerlas en la picota, defendiendo el valor del masculino plural para designar a ambos géneros. Valor común que compartimos gramaticalmente con los demás idiomas indoarios. Y seguramente responde a la lógica patriarcal de estos pueblos que conducía al silenciamiento histórico de la mitad de la humanidad. Para evitar esos excesos, el eufemismo seres humanos o personas puede servir. Y si no hay más remedio con que se consigne una sola vez, mujeres y hombres ya queda aclarada la intención de referirse a ambos. También resulta, a mi juicio, improcedente añadir una terminación -o,a- a una palabra designadora de una profesión acabada en consonante. Con anteponerse el artículo él o la queda aclarado el género de la persona que la desempeña. Claro que es el uso quien acabará dictando la regla que acabará prevaleciendo. Cuando la alcaldía de un pueblo la desempeña una mujer no decimos alcalda sino alcaldesa. Y a las mujeres que componen poemas que antes conocíamos como poetisas, ahora parece que son poetas igual que sus compañeros masculinos.

Perversión del lenguaje es tratar de equiparar a los asesinos con sus víctimas. Es falaz tratar de verdugos sólo a quienes ejercen de tales y son nuestros enemigos y exculpar a los que son de nuestro bando. O defender -y manipular- a nuestras víctimas e ignorar las causadas por los nuestros.

Y hablando del hablar, ¿qué decir de esos silencios cómplices ante la explotación y la violencia? Una sociedad que mayoritariamente calla ante esos abusos, que no se con-duele, cuida y acompaña a sus víctimas y por cobardía no se indigna y dice BASTA, ¿no está enferma? ¿no se hace cómplice de la barbarie descarada o encubierta?